Aunque nuestra Constitución deja bien claro en su art. 51.1 que "Los poderes públicos garantizarán la defensa de los consumidores y usuarios, protegiendo, mediante procedimientos eficaces, la seguridad, la salud y los legítimos intereses económicos de los mismos", seguimos siendo un furgón de cola en este aspecto porque nos queda mucho por avanzar hacia dicha protección.
El legislador español, siguiendo las directrices comunitarias, situó la protección al consumidor en el ámbito público. Esto, que puede ser válido para la definición de las grandes directrices en la relación entre consumidores y empresarios, no lo es para las situaciones concretas en que se ven envueltos los particulares a los que se les obliga a luchar para la satisfacción de sus intereses mediante un procedimiento civil que se basa en la igualdad de las partes.
Si a lo anterior le sumamos la presunción de la buena fe de las partes, la prohibición de indemnizaciones punitivas y las dificultad de la prueba del daño moral, único capaz de satisfacer muchas veces el sentimiento de haber sido estafado, provocan que demandar a una de las grandes sea un episodio quijotesco y por lo tanto frustrante.
Como ejemplo de lo anterior un caso real, una de las grandes empresas patrias ofrece un servicio con un valor añadido que nadie da, la atención 24 horas, e impone el doble de precio que el resto de la competencia que, dando el mismo servicio, no ofrece tal atención. El éxito del producto es total, en menos de un trimestre ha logrado arrasar a la competencia y obtener una cartera de clientes poderosa, pero alguien pensó que, o bien no se realizaron los cálculos de costes correctamente, o el coste de prestación del servicio es muy caro. La solución, reducir los costes y no tener subcontratistas cubriendo las 24 horas sino simplemente el horario comercial.
Lo anterior le sale bien. La paciencia de los españoles porque no le atiendan el domingo o por la noche no va más allá de resolver el contrato a su vencimiento y la empresa ya ha cobrado la prestación de un año por adelantado. Los cálculos son buenos. Cobrar por un servicio que se sabe no puedo darse porque no se ha contratado a nadie para darlo y a lo sumo saber que tal servicio se lo va a demandar solo un 10% de los clientes de los cuales, a lo mejor, uno o medio va a intentar satisfacer su legítima expectativa.
Y este uno que pretenda satisfacer su legítima expectativa se encuentra con que, aunque pruebe que la empresa no puso los medios para dar el servicio, el juez difícilmente va a apreciar el dolo civil y, por tanto, a tenor del art. 1107 CC, solo va a satisfacer los daños previsibles y por ende, patrimoniales, mostrando mucho resquemor respecto de los morales pues solo ve el volumen de la cuota anual, por ejemplo 100 €, y el daño moral propuesto, por ejemplo 1.000 €, y observa un total desequilibrio entre ambos.
Nuestra jurisprudencia, con gran tino, eliminó el espejismo anterior aceptando la dóctrina in re ipsa loquitur, esto es, moderando la necesidad de prueba del daño moral y presumiéndola, presunción procesal, cuando tal daño resulta evidente. De hecho, in re ipsa loquitur se traduce del latín como "la cosa habla por sí misma" porque ante un incumplimiento contractual palmario no puede negarse que se causa un perjuicio. Difícil de evaluar, sí, pero perjuicio al fin y al cabo y, por ende, más grave si surge del dolo civil.
El uso moderado de la indemnización por daños morales, por tanto, permite satisfacer estas cuestiones sin las injusticias que se pueden dar mediante un sistema de daños punitivos y actuando como medida disuasoria de las empresas, aunque en España se sigue limitando lo anterior por la teoría del enriquecimiento injusto que sigue siendo la base de nuestras obligaciones civiles.
No obstante, ante a ineficacia administrativa para la imposición de sanciones a las empresas incumplidoras ¿qué más injusto que el enriquecimiento de la propia empresa obteniendo beneficios por una prestación que sabe no va a ofrecer?